jueves, 2 de marzo de 2017

Miguel Ángel Hernández: El arte y la vida



Miguel Ángel Hernández | Foto cedida por el autor

Miguel Ángel Hernández constituye una de esas raras, escasas voces que, en cuanto una comienza a seguirlas, aun en la multiplicidad del magma literario, luego no puede dejar de hacerlo. Máxime si su presencia es incuestionable tanto en el panorama narrativo (finalista del premio Herralde 2016) como en las revistas digitales (en la revista eñe va apareciendo su último diario de escritura Aquí y ahora) como en las redes sociales, donde el presente enunciativo de su voz literaria se va gestando y donde, como voyeurs, podemos acompañarle en su aventura artística y literaria.
Pocas voces han aunado de manera tan compacta la indagación literaria con la reflexión sobre la andadura del arte. Ello no es casual, en cuanto concierne a su trayectoria personal; profesor en la Universidad de Murcia, especialista en arte contemporáneo, ha realizado diversas estancias de investigación en Estados Unidos, a la vez que ha escrito teoría y crítica de arte y comisariado numerosas exposiciones. Sin embargo, la manera de hacer del experimento artístico una reflexión absolutamente propia hace de su discurso algo que  no puede dejarnos indiferentes.
Pues la mención al arte no constituye en modo alguno un artificio externo con el que adornar o dar un aliciente más a la lectura, sino que arte y escritura avanzan al unísono hacia un horizonte de exploración de la experiencia humana y su sentido, y el lector no puede más que hacerse partícipe de esta aventura. Que la escritura dé cabida a la reflexión sobre el proceso de escritura de la misma es algo a lo que el lector contemporáneo ya está acostumbrado; ahora bien, en el caso del discurso sobre el arte funciona todavía mejor, porque a través del arte como visión y como interrogación se hace más palpable el proceso de camino hacia el sentido, tanto sensorial como intelectual, y su plasmación verbal final aparece doblemente enriquecida.
En cuanto a las obras de Miguel Ángel Hernández, resulta difícil orientarse en ellas, porque todas hacen relación unas con otras y podemos dudar si lo leído era lo relacionado con una novela u otra o los diarios paralelos de escritura. Las experiencias, como los viajes de estudios a Estados Unidos, sirven como catapultadotas de la imaginación novelística; las trayectorias artísticas que aparecen en las novelas corresponden a otras tantas trayectorias reales (como la de Tatiana Abellán, transmutada en la artista italiana Anna de El instante de peligro o Santiago Sierra, con su émulo Jacobo Montes en Intento de escapada) que también sirven de disparadores de un discurso imaginativo que va más allá de lo académico pero donde se transluce la capacidad de conceptualizar del teórico.
Intento de escapada fue su primera novela (Anagrama, 2013). En esta opera prima ya parecía plantearse la cuestión de la función del arte en la sociedad actual; si el arte contemporáneo puede incidir en la realidad, si una propuesta artística radical supuestamente “comprometida” es una crítica velada a ciertas prácticas sociales o más bien un engranaje más del sistema.


     Dicho cuestionamiento aparecía vehiculado por un lado a través de la mención a la enigmática obra de Jacobo Montes, que se presentaba ya al principio de la novela como un interrogante. Por otro lado, conocíamos a Marcos, joven estudiante, de gran vocación por el arte pero en cuyo circuito no se ha movido todavía, inmerso en su soledad de estudioso y lector infatigable. A través de la influencia de la atractiva profesora Helena, dotada de la experiencia que él desea, y de la órbita del artista Jacobo Montes, Marcos emergerá de su guarida para vivir una suerte de iniciación al mundo del arte contemporáneo en toda su complejidad y sus paradojas.
Así, el lector acompaña a Marcos en su aprendizaje del arte como vivencia, a la zaga de realidades que están a la vista y a la vez se ocultan. Los motivos que funcionarán como detonadores de la experiencia artística serán tanto algunas obras de arte extremas, mostradas por Helena en sus clases (Flannagan el supermasoquista y demás) como algunas realidades de Murcia que Montes invita a Marcos a perseguir, a saber, el submundo de la migración: los locutorios atestados de usuarios, la gasolinera donde se aglutinan a primera hora una retahíla de candidatos a trabajos precarios volátiles, metáforas reales de la dureza de la vida de los inmigrantes, habitantes de las periferias y lados ocultos de las ciudades.
Todo ello provoca en Marcos un gran desconcierto, que le hace vivir la cara y la cruz del mundo del arte. Por un lado, Jacobo Montes descubierto como Arte “social” que hace ver las injusticias a través de situaciones incómodas, y que, de modo muy postmoderno y nada evidente, debe reproducir la injusticia para que sea visible. Por otro lado, el cinismo de los medios artísticos, donde al final el motor de todo ello es el dinero que se puede ganar con las obras, y el dinero que se puede usar para comprar la voluntad de una persona para realizar con ellas lo que uno considere arte.
La dignidad y la indignidad de la persona, la transacción brutal de dinero o de sexo, juegan como elementos estructurales de una novela que planea sobre los límites de lo moralidad y lo inmoralidad, y reabre la vieja cuestión, ¿puede el arte ir más allá de la ética? Esto se plantea doblemente, a través del discurso literario en sí, que constituye la novela, pero también a través de las composiciones artísticas o propuestas globales que en la novela aparecen, que funcionan  como Iconostasis, al modo del arte bizantino: imágenes que mantienen su misterio en la distancia insalvable respecto al espectador.
Intento de escapada, finalmente, compagina a la perfección algunos ingredientes más abtractos propios de la novela filosófica con otros más truculentos, cercanos a la novela negra, que incitan el interés del lector por saber qué sucede al final.
Y, como no podía ser de otro modo, la novela debe acabar con la interrogación pura, con la misma que planteaba la novela, ahora enriquecida por todas las disquisiciones que han atravesado el relato. Ni siquiera sabremos si el personaje crítico con el sistema del arte ha logrado ser consecuente o ha transigido de manera definitiva con él. En una primera instancia parece haberse alejado de Jacobo Montes, después de establecer su propio límite moral respecto al medio artístico. Pero un poco después se nos dice que adquirió una beca de doctorado en Estados Unidos y que comisaria exposiciones, etcétera, así que se ha vuelto una pieza más del engranaje. Además, al final, de manera muy hábil, el paratexto contradice el contenido diegético de la novela, puesto que encontramos una suerte de epílogo donde se nos dice: “Este libro se escribió con motivo de la exposición Intento de escapada: Jacobo Montes y la ética de la distancia…” donde se revela que el autor ha entrado a formar parte del sistema hasta el punto de colaborar con Jacobo Montes de la manera más cínica.
En definitiva, y de manera acorde con el adagio que da título al libro, Intento de escapada, al final ignoramos si se ha producido una escapada o no, tanto la escapada tan deseada de Omar de la trampa conceptual tendida por Jacobo Montes, como la escapada moral de Marcos del montaje del mundo del arte.¿Cuál es el papel del crítico, el teórico del arte como lo es de manera incipiente Marcos?, se dice el lector tras acabar la novela. ¿Solo puede que legitimar de manera indiscriminada las prácticas artísticas más dudosas de la contemporaneidad?
El instante de peligro
Publicada en 2015, presenta un tono muy diferente a la anterior novela. Se trata de un libro elegíaco, crepuscular, y a la vez atravesado de los fogonazos de la pasión que acompañan al renacer. A través de un tono discursivo  continuo todo se mezcla, el presente y el pasado, la escritura y el arte, la ficción y la vida, la amistad y el amor, la ilusión y el desengaño.




El libro parte de un silencio, de un vacío, en material artístico pero también en emoción vital y en ilusión por lo académico. Martín Torres, profesor, investigador de arte y escritor, es invitado a participar en un proyecto artístico en el Clark Art Institute de Willliamstown, donde el mismo Martín había sido becario investigador una década atrás. La artista en cuestión, Anna Morelli, le proponer escribir una historia para dotar de significado a una serie de películas mudas que ha encontrado. Dichas películas exploran con fijeza un mismo lugar en un mismo paisaje, a lo largo de un metraje casi infinito y a través de todas las estaciones del año. En el paisaje, solo hay algo en movimiento: una sombra, una presencia inquietante. Algún artista anónimo ha grabado la fijación de un instante, como han hecho otros artistas del arte contemporáneo. Torres, algo bloqueado, entre los recuerdos de su reciente divorcio y los de otra época mucho más apasionada en ese mismo lugar, primero investiga de manera intelectual, hace acopio de información, saca a la superficie el profesor e investigador que hay en él para hacer suposiciones sobre qué tipo de artista hay bajo esas películas y cuál puede ser el hilo de significado en el que escarbar. Mientras tanto, participa en las reuniones del Clark, en los intercambios intelectuales, y es consciente de su propio vacío, de su escepticismo sobre la vida académica, en contraste con otras épocas donde podía entusiasmarle. Sin embargo, poco a poco irá identificándose con el proceso creativo de la artista Anna Morelli y compartirá con ella la experiencia artística. Al tiempo que descubren la procedencia de las cintas y la existencia real que subyace bajo esas imágenes, el vacío de Anna le atrae, y le hace acercarse al propio vértigo también irremediablemente. Pero dicho vacío solo se podrá colmar o atravesar después de enfrentarse a él de verdad, “hasta quemarse”, no con la cabeza, sino con la emoción, con el recuerdo propio. Así, el protagonista acaba sumergiéndose con todo su ser, con todo su cuerpo en el proyecto, arte, sexo, muerte hechos una amalgama perturbadora, una exploración total donde el cuerpo no puede ser ajeno del proceso del que se deja constancia, como sucedía en Intento de escapada.
Así, el escritor- investigador acaba ahondando en su propia psique sin huir de ella hasta encontrar el centro del propio dolor. Solo entonces lo que la mirada muestra, lo que los recuerdos sugieren, toma cuerpo en forma de sombra, de huella que reclama su lugar. Marcos Torres, una vez está dispuesto a “quemarse” por el arte, pasa de observador a sujeto. Solo así la experiencia artística se transmuta en experiencia transgresora, poderosa. Y del vacío emerge la plenitud del recuerdo, y también la posibilidad de vibrar de nuevo.
“Articular históricamente el pasado no significa conocerlo como verdaderamente ha sido. Significa apoderarse de un recuerdo tal como éste relampaguea en un instante de peligro.”
Es la cita inicial de Walter Benjamin a la novela, palabras que ejercen de coda de estas páginas.
Y en el fondo de El instante de peligro, viaje para renacer de las propias cenizas a través de “apoderarse del recuerdo” en un momento en que este relampaguea, anida una carta de amor desesperada, aunque a menudo nos haga dudar sobre quién es la destinataria, ya que el amor se presenta como una experiencia compleja y múltiple, y también un homenaje a todos los momentos de la existencia tan intensos como volátiles que aunque desaparecidos, siempre pueden recuperarse a través del arte.
Como en el caso anterior, la novela acaba cuando se anuncia como proyecto de sí misma, en este caso con El libro de Clark que el protagonista va a escribir, culminando así la sensación de autoficción que nos ha acompañado todo el tiempo.
Resulta curioso cómo se engarzan entre sí las dos novelas, Intento de escapada y El instante de peligro, de títulos de algún modo análogos, de sintaxis similar pero que indican de manera opuesta movimientos centrífugos y centríptetos, aunque siguiendo ambas los movimientos de un mismo personaje- estudioso de arte. ¿Hay una intención palpable de confundir al lector en los parámetros entre realidad y ficción, al modo de la órbita de la novela autoficcional, podríamos plantearnos? Aunque el nombre del protagonista no sea Miguel Angel Hernández como el autor sino Marcos Torres, ciertamente aparecen referencias cruzadas en sus dos novelas, donde se persiste en sembrar la confusión entre narrador y escritor, y vemos al narrador de la segunda novela como autor de la primera. Así, en En El instante de peligro se repite la frase “Nadie se folla a las mentes”, y el mismo narrador aclara que eso ya aparecía en su “primera novela”. También encontramos mencionada la relación entre Martín y Helena de la anterior novela, puesto que una alumna del protagonista le susurra al oído que quisiera que alguien la mirara como Martín a Helena. Por otro lado, la migración constituye un campo semántico importante en Intento de escapada, y luego en El instante de peligro se dice que es un estudio que el protagonista dejó sin acabar. (Y fácilmente podemos comprobar en la página Web del autor que en 2011 publicó un ensayo titulado Arte y visibilidad en la cultura migratoria). Dichos indicios siembran el mapa autoficcional de las obras, aunque por otro lado se está subrayando el carácter literario de ambas obras, porque nótese que afirma que dicha frase aparecía en su “primera novela” en vez de afirmar que el personaje haya vivido los hechos correspondientes a la primera novela, por más que estos pudieran relacionarse con la biografía del autor. (Un estudiante de arte, la ciudad de Murcia, un estudio sobre migración, etc.) Los personajes son y no son a la vez el autor, constituyen figuraciones del mismo, otros yo, existencias que parten de ciertas circunstancias compartidas con el autor para acceder más allá, tal y como comenta Pozuelo Yvancos en Figuraciones del yo…, hablando de los personajes de Vila-Matas o de Marías. La novedad de Miguel Hernández es que el yo autoficcional sea un estudioso del arte, cosa que da al discurso literario otra dimensión.
Diario de Ithaca
En paralelo, y si no tuviéramos ya bastante confusión entre autor y narrador, Hernández nos brinda sus diarios de escritura, donde hace referencia también a la situación en la que escribe, sus lecturas, sus encuentros… Aquí el lector puede asomarse intrigado en constatar qué elementos se han transmutado en la novela y cuáles no. Y es que, si bien para un novelista pueda ser irritante la clásica pregunta sobre “qué es real y qué no en tu novela”, porque a ningún mago ni cocinero le gusta revelar sus secretos, y porque toda creación es real y no al unísono, puesto que, como advertía Pitol en El arte de la fuga, el escritor realiza con su propia experiencia una “prótesis múltiple en el interior del relato”, resulta innegable que cierta narrativa que conjuga las referencias reales con la más pura imaginación provoca una tensión en el lector, una pulsión por saber, que le lleva a convertirse en un Voyeur.

Ya sucedía así en Presente continuo el diario de escritura paralelo a la confección de la novela El instante de peligro, definido por el autor como una suerte de making off de su novela. El Diario de Ithaca (Newcastle, 2016) es posterior a dicho momento, y acompaña al autor en su recepción del premio Finalista Anagrama por El instante de peligro así como su traducción al inglés de Intento de escapada, a la vez que nos sumerge en su labor de investigador en el mundo del arte y profesor temporal en la universidad americana. Diario de Ithaca se lee con gran placer por la inmediatez de su estilo presente y por alumbrar un momento especial de cierta consagración en la vida de su autor; aquí podemos observar a Miguel Ángel Hernández en carne y hueso, con sus inseguridades, sus ilusiones, su ironía, sus burlas ante el espejo, si bien recordaremos las palabras de Roland Barthes:
“Toda autobiografía es ficcional y toda ficción es autobiográfica.”
Tal y como se indica en el libro, en 2015 el autor realizó una estancia en Ithaca, al norte de NY, en la Universidad de Cornell, para investigar la relación entre arte y temporalidad. Y, en paralelo a la investigación académica, a lo largo del Diario de Ithaca se produce una búsqueda personal de la vivencia sosegada y continua del tiempo, en una utopía de deseos de lectura y escritura constantes. Sin embargo, se concitan diferentes exigencias propias y externas (como dice, es el antibartleby y no sabe nunca decir que no). Así, sus momentos de meditación, escritura y lectura mientras ve nevar y deja que el tiempo pase dócilmente, sus atardeceres de plácida familiaridad y borrachera con sus vecinos Joe y Maria son atravesados de contrapuntos de mil proyectos. La responsabilidad de crear algo para la Society for the Humanities que le ha concedido la beca; la preparación de un seminario que se quiere reflexivo y participativo y las dificultades con el inglés para acceder a sus alumnos; la escritura de prólogos y artículos. Hay cierta angustia por no llegar a todo de manera armoniosa y a la vez una necesidad constante de dejarse arrastrar por innumerables estímulos.
Por otro lado, y a pesar de los pesares, hay cabida en esos días también para innumerables lecturas, de clásicos y contemporáneos, y se mencionan igual a Nabokov que a Vila-Matas o a Menéndez Salmón; también se deja constancia de algunos encuentros envidiables como el que se produce con un intelectual de la talla de Enzo Traverso, que acude a una sesión que protagoniza Hernández como escritor y al que Traverso le acaba haciendo una inocente pregunta propia del lector más humilde: si prefiere escribir por la mañana o por la noche.
Los temas más propiamente literarios son intercalados por las explicaciones más pragmáticas de sus viajes de retorno a España, por familia o por promoción literaria (Murcia, Barcelona, Madrid) así como sus viajes a Nueva York, periplos donde el lector trata de imaginarse constantemente qué supone una vida con ese movimiento incesante, por más que sean requerimientos felices.
Hay también aquí vasos comunicantes constantes con El instante de peligro; el mismo Hernández reconoce que hay un vórtice que le comunica con esta novela, y algunas de las escenas allí pergeñadas acaban haciéndose realidad más tarde. Algunos detalles al respecto puede percibir el lector, como la aparición de personajes reales en ambas obras y la confusión del recuerdo posterior (¿Lo leímos en la novela o el diario? ¿Qué parte era una “confesión” de la realidad y qué parte una posible fantasía?). Así sucede con Mieke Bal: en El instante de peligro ha escrito una recomendación al protagonista; y en el Diario de Ithaca el protagonista está elaborando un prólogo a una obra suya.  (¿O era al revés?) En ambos casos se produce una estancia americana, y el protagonista se encuentra con la exigencia de producir algo concreto que le viene exigido desde fuera, y el deseo de dejarse llevar por las sugestiones imprevistas. En fin, llegará un punto que el lector que haya leído de manera consecutiva la novela y el diario ya no sabrá si lo ha leído en el diario o en la novela y por lo tanto la confusión realidad- ficción será ya impenetrable y definitiva.
Sin embargo la realidad nunca es tan sublime ni tan contrastada como la ficción; al contrario que en caso de la novela, al final de su estancia americana, a Hernández entendemos que le espera una tranquila vida en pareja (con la tal Raquel, que aparecía ya citada en la dedicatoria de Intento de escapada); un trabajo estable en la universidad (como profesor adjunto acreditado)… El mismo autor comenta con sorna que tiene más suerte que el protagonista de El instante de peligro que vuelve de la estancia americana atravesado por el dolor de la pérdida, hueco de amor y también de posición académica y de ilusiones. “Mi historia es menos triste.”, dice.
En Diario de Ithaca hemos asistido a la desacralización del artista-profesor, hecho que lo hace una lectura saludable y optimista más allá de la feria de vanidades; un retrato al vuelo de alguien endiabladamente entusiasmado por sus proyectos y a ratos agobiado y arrepentido; que debe presentar los informes académicos y que nunca sabe cómo hacerlo y se equivoca; alguien que  no calcula bien y debe volar de regreso con un exceso de maletas llenas de libros; alguien que adora a sus amigos aunque el tiempo se le va de las manos por seguirlos a todos; que engorda demasiado con la dieta americana, o que debe recurrir a la masturbación en algunas noches de invierno. La coda “No puedo ser más feliz” se va repitiendo con humor entre la urgencia, la desidia y la ocupación, transportándonos a un estado de ánimo hecho de ilusiones, de aturullamientos, de breves silencios, de autoironía, pero transmitiéndonos siempre un interés contagioso por el arte, y, cómo no, por el transcurrir mismo de la vida.

Este artículo apareció en la Revista de Letras el 16 de febrero de 2017.